miércoles, 22 de febrero de 2023

La sonrisa etrusca

 


Esta tierna historia comienza en el museo de las artes etruscas, donde nos encontramos a nuestro protagonista, Salvatore Roncone, mirando embobado una obra etrusca, La Lápida de los Esposos, que representaba a una pareja muriendo con una sonrisa indescriptible, mientras que Salvatore se dedicaba a admirar la obra se nos presenta su hijo Renato, que le apresuraba para montarse en el coche. Pues el viejo, como así se refiere el autor a Salvatore a lo largo de la historia, emprendía un viaje abandonando su querida Roccasera, el pueblo donde ha vivido toda su vida y posee grandes recuerdos. 

Salvatore es un hombre de campo, chapado a la antigua, acostumbrado a las cabras, al  buen vino, al buen vivir, y a las tradiciones. Pero ahora tiene que dejar todo ello para dirigirse a Milán, el motivo de su viaje es su salud . Tiene un tumor, al que él mismo le ha puesto el nombre de Rusca; y él y sus hijos saben que no le queda mucho tiempo . Por ello se dirige a Milán a realizarse revisiones médicas y por supuesto, a conocer a su pequeño nieto de trece meses. 

En su instancia en Milán vivirá en el piso de Renato y su nuera Andrea, la cual intentaba complacerle, pero nunca llegaron a conectar demasiado, ya que Andrea detestaba algunos hábitos de su suegro, como fumar. Además, allí convivirá con Anunziata, la señora que limpiaba la casa y realizaba algunas tareas, con el tiempo la señora se hizo cómplice de los escondites de comida que el viejo tenía en casa, y Andrea no le permitía. 

Al llegar a Milán todo le parecía mal a Salvatore, está haciendo continuas comparaciones con Roccasera, lo mejor que era todo allí, y siempre mantiene en su recuerdo las numerosas batallas que él luchó durante la guerra . Se asombra de la ciudad, de su comida y de sus raras costumbres según Salvatore; sin embargo, allí en Milán va a conocer la felicidad y la última luz de su vida. Me refiero a su nieto, Brunettino, al conocer el nombre del chiquillo el viejo no se pudo alegrar más, aunque se llamara formalmente Salvatore, él se hizo llamar Bruno y así lo llamaban sus colegas partisanos. El vínculo entre el niño y el abuelo cada vez era más fuerte, Salvatore le admiraba y sentía mucha ternura por él, y al parecer era mutuo también. 

Además, el abuelo sentía la responsabilidad y el deber de cuidar y educar a su nieto como era debido. Debía protegerlo de la vida moderna. Lo cierto es que Salvatore se quedó muy sorprendido al saber cómo cuidaban Renato y Andrea al bebé, estos seguían instrucciones directas de médicos y libros, le decían a Salvatore que no debía darle demasiado cariño al niño, ni cogerle demasiado en brazos, y que Brunettino dormía solo. 

Aquello asombró al abuelo del niño. ¿Cuándo se han necesitado libros para criar a un hijo?, se preguntaba refunfuñando el viejo. Por ello comenzó a realizar todas las noches visitas a la alcoba de su nieto, allí se quedaba con él toda la noche, haciendo guardia como decía, para proteger al niño de cualquier cosa que le pudiera pasar. Entretanto, Salvatore le contaba sus historias de la guerra y como debía ser un hombre. Se fue acostumbrando poco a poco a la vida allí, realizaba sus paseos matutinos por Milán, acudía al médico… En una de esas consultas, le realizaron varias pruebas y radiografías, entonces fue cuando el doctor afirmó el poco tiempo que le quedaba, pese a su buen aspecto. Salvatore no parecía estar muy preocupado, sólo pedía una cosa: que muriera antes que él Cannonte, su enemigo en Roccasera, no podía darle el gusto de que aquel hombre asistiera a su funeral. En algunos de esos paseos por Milán conoció a algunos amigos, entre ellos Valerio, el hijo de un senador que andaba cortando árboles, aunque realmente este era etnólogo, y convenció a Salvatore, tirando de algunos contactos, para que acudiera a la universidad y grabara alguna de las historias que él vivió durante la guerra. Finalmente, Salvatore lo hizo y esto fue muy grato para él, contar aquellas historias y que le escucharan con tanta atención. También en aquellos paseos se topó con Hortensia, una mujer viuda y del Sur de Italia, como él. Hortensia sería el último amor de su vida, la luz que le iluminaba, en aquella ciudad que tanto detestaba, ella le daba sentido. 

Salvatore había tenido otros amores; Salvinia, el amor de su juventud; y Dunka, su compañera de vida que ya había fallecido. Pero Hortensia sería la mujer que le acompañará hasta el final e iluminará sus últimos días. Así, Salvatore Roncone tenía una rutina hecha en Milán, cuidaba y disfruta de su nieto al que cada día quería más, frecuentaba la universidad para contar sus historias, realizaba sus revisiones médicas y visitaba a su querida Hortensia. En uno de esos días recibió una llamada procedente de Roccasera, donde una vieja amiga le informó de la muerte de Cannonte, Salvatore sonrió en su gozo. Pero el viejo cada día se iba sintiendo más decaído, ya le quedaba menos y él lo sabía. Echaba de menos Roccasera, quería llevar allí a su nieto para criarlo como es debido, desearía terminar de verlo crecer y educarlo. 

 

Otro de sus últimos deseos fue casarse con Hortensia, su gran amor. Salvatore quería que ella fuera la abuela del pequeño Brunettino. Sin embargo el tiempo arrebató este deseo y antes de que se pudiera cumplir Salvatore falleció, lo hizo de una manera muy emotiva; se encontraba en la alcoba de su nieto cuando desfalleció, el niño andaba más intranquilo de lo normal esa noche, y su instinto al darse cuenta del golpe hizo que Brunettino pronunciase insólitamente  la palabra que tanto tiempo había esperado Salvatore que dijera su nieto: ¡Nonno!, ¡Nonno!, ¡Nonno! (que significa abuelo en italiano).  El niño pronunciaba aquella palabra tan esperada al rostro de su abuelo que ya no le veía y apenas le escuchaba, pero en ese preciso instante se le dibujó una enorme e indescriptible sonrisa en la cara, como la sonrisa etrusca. 

 

Este libro me ha gustado más de lo que pensé al principio, pues me ha encantado ver cómo se le desarrollaba aquel lado más sensible, tierno y protector al aparente personaje duro que es Salvatore, un hombre rudo y de pueblo que se desenvuelve en una gran ciudad como Milán, aunque no se acostumbre a la vida moderna. Se puede apreciar cómo Salvatore toma la responsabilidad con su nieto que no tomó con sus hijos en su tiempo. Y las numerosas referencias a su vida en el pueblo, sus memorias de guerra y toda la vida en Roccasera me hace reflexionar sobre todo lo que tenemos ahora, y cómo nos olvidamos de las cosas verdaderamente importantes, la esencia de la vida y disfrutar los pequeños detalles, las cosas simples, como lo hacía Salvatore. 

Me ha llamado también la atención a la vez que me ha divertido como le llamaba a su tumor, Rusca. Y las conversaciones que mantenía con ella. Lo cierto es que Salvatore nunca llegó a estar muy preocupado por ella, simplemente él se encargaba de disfrutar en cuanto podía, ya fuera educando a su nieto o enamorado de su última luz, con la cual no pudo casarse, al final murió; pero tras una vida completada, con una sonrisa, como la sonrisa etrusca que admiraba en el museo y eso me ha parecido admirable, a la par que un buen final para este libro, ya que aunque muchos lectores hubiéramos deseado que Salvatore no hubiera muerto y que pudiera continuar criando a su nieto, eso sería muy pretencioso de nuestra parte, pues Salvatore tenía que morir . Pero terminar la obra citando la sonrisa con la que empezaba la lectura me ha parecido una perfecta forma de concluir el libro, que deja con muy buen sabor de boca . Por lo menos a mí. En general es una obra con gran ternura y que deja una bonita e importante reflexión final sobre lo importante que es el buen vivir.

 

Ángela Palazón (2023) 

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