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sábado, 14 de mayo de 2011

El amante




¿Cómo no sentirse seducido por la prosa de Marguerite Duras tras la lectura de esta obra? Parece imposible. En efecto, Marguerite nos brinda un homenaje a los sentidos, al deseo, a la frustración fruto de la incomprensión, como pocos autores han sido capaces. Aunque sí he de admitir que tardé algunas páginas en acostumbrarme al estilo personal y entrecortado de la autora, aprender a comprenderlo, a apreciarlo, finalmente resultó ser un libro original, íntimo y repleto de minúsculos detalles cotidianos sobre los que sólo ella nos puede contar en la autobiografía camuflada que es esta tremenda obra. El amante no es una novela de amor a pesar de la evidencia del título. El protagonismo de los dos amantes en la obra es sólo aparente. El verdadero protagonismo reside en ella, en la propia autora, y en su visión del mundo, de su pasado, de sus recuerdos, de la historia de su vida. Considero especialmente importante su relación con la madre y la terrible figura del hermano mayor, acechante, un depredador nocturno que atormenta a sus hermanos con su violencia y su autoridad, como queriendo sustituir a un padre ausente desde hace años. En mi opinión, la autora prefiere centrarse mucho más en su familia que en su amante, pues aunque éste le sirve como instrumento para su emancipación y la constitución de una identidad separada de la de su familia, la extensión de los recuerdos que tienen relación con su familia es bastante mayor que la de los recuerdos del amante.
Formalmente, Duras supera todos los límites. Olvida la tradición novelística para crear una nueva manera de pensar la obra literaria, no como una realidad inventada en la que unos personajes se desenvuelven, sienten y actúan, sino como un constante flujo de pensamiento e ideas que deja que su pluma plasme en el papel, natural y espontáneamente, sin barreras, sin control. Inevitablemente, el resultado son reducidos párrafos de una intensidad devastadora que, aunque están desconectados unos de otros, todos comparten una misma sinceridad, una misma crudeza. Son como fragmentos de un hilo vital que, reunidos, recomponen esa vida. El estilo de Marguerite es torrencial, no nos oculta nada, incluso nos desvela emociones propias de nuestro instinto más animal, como el deseo que tiene en ocasiones de matar a su hermano o como cuando admite haber sentido odio hacia su madre, que en ocasiones le parece una extraña de la que no sabe nada en realidad.
Esta obra nació de la observación de unas viejas fotografías gracias a las que Duras se vio de nuevo en Indochina, volvió a sentir la atmósfera húmeda y opresora de la colonia en la que nació y creció, para luego hacérnosla sentir a nosotros, lectores ajenos a ese mundo que tratamos de erigir en nuestras mentes. Mediante esas instantáneas, Duras volvió a ser la joven de quince años que deambulaba solitaria por un mundo desagradable lleno de contrariedades: una familia resquebrajándose, un racismo implícito en cada relación con los indígenas, la pobreza que los engullía, una madre que rozaba la locura, un hermano que abusaba de ella, un pensionado en el que sólo tenía a una amiga, el deseo de emancipación frustrado, el despertar sexual temprano pero ya latente desde tiempo atrás, en definitiva, una infancia extraña y desgraciada en una Indochina a punto de entrar en guerra. Y todas estas circunstancias invaden a la autora de nuevo, cuando ya es una reputada escritora instalada en París, cuando ya es una anciana que ha experimentado, ha madurado, crecido, vivido sin más, y siente la necesidad de escribirlas para sanear su memoria, para comprenderse a sí misma, para acabar con los fantasmas del pasado y, por qué no, para hacer justicia a la memoria de aquel hombre al que amó sin jamás desvelárselo directamente y al que se vio obligada a abandonar.
Es una novela que sorprende por su sensibilidad, por la tremenda capacidad de la autora para expresar con las palabras justas sensaciones difícilmente transmisibles. Mientras que leemos, cada breve apartado es una emoción distinta que queda en nosotros para mezclarse con la siguiente, y ésta con la siguiente, y así sucesivamente hasta acabar destrozados, exhaustos, pero ávidos de más, siempre más. Al acabar, parece como si nosotros mismos hubiéramos sido los amantes, hubiéramos vivido esa intensa historia de amor y sexo, hubiéramos odiado a la madre y al hermano mayor, hubiéramos deseado tocar con dulzura a Hélène Lagonelle.
Aprecié mucho también la forma en la que Duras consigue hacer que nos imaginemos a la perfección la atmósfera, los paisajes y las gentes de la Indochina francesa. En apenas tres o cuatro líneas describe la habitación del amante, las calles ajetreadas del barrio chino de la ciudad, los paisajes tropicales de la colonia, su casa, el puerto, los barcos, los habitantes indígenas, los colonos blancos. En seguida uno es capaz de recrear todo un espacio e incluso capaz de sentirlo, olerlo, escucharlo.
En cuanto a la historia de amor con el amante, núcleo de la línea argumental de la novela, es una historia difícil que habría que analizar minuciosamente. La protagonista, ya antes de conocer al joven chino, es consciente de su atractivo y desea poder ejercerlo sobre algún hombre. Cuando lo encuentra, lo acepta como opción, pero realmente el chino no le llama la atención, no se fija en él especialmente. Es uno más, una de las posibles vías de escape, uno de los posibles medios para la emancipación. Y funciona a la perfección, a pesar de ser de otra raza, de otra clase social, de otra edad, funciona, y la niña se hace mujer, aprende, descubre, investiga, indaga en lo más profundo del amor. Las escenas sexuales descritas por Duras con una delicadeza extrema, a base de metáforas y lenguaje figurado, nos arrastran hacia los dominios del placer, del deseo, de la liberación. La niña conoce su cuerpo y a la vez el cuerpo del amante, lo admira, se deja llevar y guiar por él en el camino de la vida adulta que está iniciando. El erotismo deliberado de la autora destaca por ser un homenaje a los sentidos, a la búsqueda poderosa y eterna de placer, de compenetración, de unión de ambos cuerpos.
Las imágenes son delicadas, armoniosas, representan la pureza del ser en toda su gloria. Poco a poco, sin quererlo, la niña se va primero encaprichando del amante, luego enamorando y finalmente, de camino a Francia, descubre que lo ama, que lo echará de menos, que está destrozada por su partida. Es su primer amor, al igual que para él, y la marcará de por vida. Para él será el primer y el último amor, pues incluso años más tarde sigue prometiéndole amor eterno. La expresión de Duras es coloquial, sencilla, al alcance de todos, y sin embargo tiene una fuerza avasalladora que rompe con todo a su paso como un mar desbocado. Es una prosa transparente, sincera, sin tapujos ni tabúes. La autora nos enseña a amar a su manera, a comprender el mundo a su manera, a odiar si es necesario, también a su peculiar manera. Toda la novela está impregnada de una estética, de un estilo, de una originalidad aplastante que no deja ninguna duda: Duras ha superado sus miedos, su pasado, sus penurias, para regalarnos esta diminuta joya de la literatura universal.

Gala Hernández López (2º Bach E. 2011)

jueves, 31 de marzo de 2011

Orgullo y prejuicio


Cuando comencé a leer la novela de Jane Austen, partía ya precisamente con ciertos prejuicios respecto a la obra: conocía vagamente su argumento, la época en la que fue creada y los temas que parecían dominar entre sus páginas. Por suerte, no había visto la película con lo que al adentrarme en el libro yo misma interpreté a mi voluntad cada personaje y expresión. Desde luego, las ideas que de él tenía con anterioridad no eran equivocadas, pero desconocía que la prosa de una mujer que vivió hace doscientos años pudiera parecer tan sumamente actual. Si bien es cierto que los temas que en ella se tratan, es decir, la búsqueda ansiosa de las mujeres de un marido de “bien” gracias al cual asegurarse una vida futura acomodada - poco importa su belleza física o sus rasgos de carácter - la hipocresía, las apariencias, los protocolos de la época… todos esos que nos parecen tan lejanos y anticuados puedan resultar por momentos faltos de interés, las habilidades de Austen como novelista hacen que la lectura sea amena y agradable, por momentos divertida pero siempre enriquecedora. He de admitir que al principio tardé en hacerme con los personajes, en conocernos, en apreciarlos, precisamente porque Austen se place deteniéndose y presentándonoslos poco a poco. Pero capítulo tras capítulo vamos conociendo a la ingeniosa Lizzy, a la encantadora Jane y al altivo Darcy, entre otros, y serán personajes que nos cautivarán con sus defectos y sus dificultades para ser sinceros con el mundo y consigo mismos y para abrirse paso en un entorno poco espontáneo y natural. La novela que asombrosamente Austen escribió recién cumplidos los veinte años es una novela que nos empapa de las costumbres de la sociedad inglesa rural de finales del XVIII y nos deja en nuestro interior un retrato de personalidades para todos los gustos. Incluye por supuesto personajes de los que sólo cabe mofarse, como la frívola madre de las hermanas Bennet o su hueco primo, el señor Collins, personajes entrañables como Jane, que por momentos roza la estupidez en su infinita ingenuidad, personajes a los que tomaremos manía, como la alocada e irresponsable Lydia o la pedante y muy repelente Lady Catherine de Bourgh, anclada de lleno en el centro de los estrictos principios morales que regían la sociedad de su época. Este personaje, junto al de Darcy y las hermanas de Bingley, permiten introducir en la novela cuestiones más serias, como las diferencias sociales y la distancia que había incluso entre gentes que se podían considerar todas iguales, “damas y caballeros”, de la misma clase social. Sin embargo, Darcy demuestra que era posible cruzar las barreras económicas y aristocráticas si de amor se trataba – siempre y cuando éstas no fueran muy importantes. Cuando, en su primera declaración a Lizzy, le muestra los inconvenientes que ese valiente acto le había ocasionado por culpa de los malos modales y la falta de distinción de su familia, Lizzy no soporta ni oír hablar de esto y le rechaza con ardor, sin duda porque ella misma sabe que es cierto y en algún modo se avergüenza de su propia familia que tan a menudo roza la vulgaridad. Jane Austen consigue pintar con notable sencillez un ambiente rural y clasista cuya mayor preocupación eran las apariencias. Me pregunto hasta qué punto estas apariencias dificultaban por aquel entonces las relaciones humanas. Es decir, cada movimiento, cada frase pronunciada, cada paso en falso estaba tan protocolizado, tan preestablecido, y era tan universalmente conocido por todos qué se podía y qué no se podía hacer, que sin duda sería complicado para cualquiera adivinar cuales eran realmente las intenciones que había detrás de toda aquella tapadera asfixiante. Y es que toda la novela no relata sino un hecho que aparentemente es muy simple: el florecimiento de un amor, el enamoramiento de dos jóvenes inquietos y despiertos. Pero este paso que han de dar juntos se demora tantísimo por culpa del orgullo de clase de uno y de la falta de valor y de sinceridad de la otra. También hay que considerar que probablemente les fuera difícil conocer los verdaderos sentimientos del otro y tuvieran que desmenuzar cada comentario intentando interpretar el significado oculto detrás. A esto me refiero cuando digo que las convenciones y los valores de la época fueran obstáculos al libre despertar de un amor natural y correspondido. Hay una historia en concreto que me ha interesado por su dureza, y es la de la vecina y amiga íntima de Elizabeth, Charlotte Lucas. Por su dureza y por su realidad, puesto que seguramente su caso sería el de muchas otras jóvenes de Inglaterra en el XVIII. Charlotte se casa con un párroco estúpido y jactancioso, poco atractivo en cualquiera de sus aspectos, por temor a encontrarse soltera y viviendo en casa de sus padres cuando alcanzara la madurez. A sus 27 años, edad que actualmente nos parece incluso demasiado temprano para contraer matrimonio, Charlotte opina que se le hace tarde y que sus oportunidades de encontrar un buen marido son cada vez menores. Por eso sacrifica su felicidad y sus intereses personales con tal de escapar de su hogar, independizarse y hacerse una mujer como la que todos esperaban que fuera. Este sometimiento a las expectativas que la alta sociedad imponía a cada mujer es tan cruel y triste que incluso Charlotte le pide piedad y comprensión a su amiga Lizzy cuando le anuncia que está prometida con su primo. Lizzy comprende que no todas las mujeres tenían margen de elección y se compadece de su amiga, sin dote y poco agraciada físicamente, que tiene que conformarse con un hombre que no satisfará sus deseos en ningún caso, aunque le de acceso a una propiedad de considerables dimensiones. Esta no es la posición de Jane y Elizabeth Bennet, quienes por su despampanante atractivo, su juventud, su inteligencia, distinción y su modesta dote, podían permitirse el lujo de rechazar pretendientes. La obsesión de su madre por conseguir casarlas a ellas y a sus hermanas será un obstáculo que vencer antes de poder negarse a unir sus vidas a ciertos hombres, pero lo harán, sobre todo Elizabeth, quien no considera a ningún hombre lo suficientemente bueno para ella. Jane, más enamoradiza y menos exigente, caerá rendida a los pies del encantador Bingley, y a pesar de su inteligencia y su elegancia, no cuestionará jamás lo que se espera de ella como una buena esposa e hija. La crítica de Austen no va sin embargo demasiado lejos, pues aunque Lizzy sea rebelde y tenga inquietudes más profundas que las de su familia, al final acaba igualmente casada con un hombre rico – el más rico de los tres yernos, además – y adoptando el modo de vida que toda mujer respetable y decente debía llevar. “Orgullo y prejuicio” es una novela de unos personajes tremendamente bien perfilados, con pocos trazos pero muy distintos unos de otros, que tienen intereses, miedos y esperanzas también distintos. Austen emplea un léxico rico pero no embarullado, un lenguaje sencillo pero poético, irónico y cómico que nos hace sonreír en algunos instantes (por ejemplo, cuando el señor Bennet bromea con que está dispuesto a recibir pretendientes para sus hijas restantes) y emocionarnos en otros (ambas declaraciones de amor de Darcy, conversaciones entre Jane y Lizzy, la fuga de Lydia…). Una de las escenas que más me enganchó fue la de la visita de Lady Catherine para amenazar a Lizzy y obligarla a admitir que rechazaría cualquier pedida de mano proveniente de Darcy. Las respuestas e intervenciones de la joven Bennet son tan lúcidas, ingeniosas y tajantes aún cuando se encuentra frente a una mujer que le supera en edad, en posición social, en fortuna y a la que por lo tanto le debe respeto y sumisión, que fue todo un deleite para mí, pues el odio que había acumulado hacia el personaje de Lady Catherine fue todo de golpe desahogado. Otro elemento de la obra que me llamó bastante la atención fue la ociosidad de los personajes, y en general, de las clases altas de Inglaterra en aquella época. Viven unas vidas banales, dedicadas a visitar a tal o cual vecino y a asistir a bailes y cenas para el simple entretenimiento. Me parecieron vidas vacías, sin ningún sentido, sin ningún objetivo que perseguir, ni siquiera el de mejorar en la vida laboral, de la que carecen. Esto también demuestra que si por un lado de la moneda la sociedad vivía sin preocupaciones de ningún tipo, por otro lado probablemente la miseria y la enfermedad de las clases bajas fueran enormes para compensar esos lujos. El final de la obra, tras tantos altibajos, preocupaciones y contrariedades, es un final feliz que satisface al lector que tanto ha deseado la felicidad de la inconformista heroína. Y es que después de trescientas páginas compartiendo su transformación, su pérdida de prejuicios y el desmantelamiento de sus primeras impresiones, su enamoramiento y su frustración, yo por lo menos sólo deseaba que Darcy se atreviera por fin a declararse y que ambos protagonistas alcanzaran su tan anhelada unión.

sábado, 1 de enero de 2011

La señora del perrito (y otros cuentos)


Antón Pávlovich Chéjov fue un genio en el XIX y sin lugar a dudas es un genio todavía hoy. Entre las decenas de relatos breves que escribió durante su corta existencia —se dice que escribió más de mil cuentos de más o menos extensión y calidad literaria—, este libro es una selección que incluye el célebre “La Señora del Perrito”, así como “Casa con desván” o “Ana al cuello” (este último es de mis predilectos). Chéjov introdujo innovaciones en sus obras que se pueden considerar diminutas revoluciones en el género del cuento y por esto se le considera en la actualidad maestro e iniciador del cuento moderno.
Al terminar de leer un relato de Chéjov, uno queda perplejo. Perplejo porque ha sido ametrallado con silencios llenos de sentido, con vacíos plenos a rebosar de secretos, de sentimientos ocultos que debe uno revelar. Perplejo porque es difícil entender qué quiere mostrarnos el autor con sus textos, pues lo más probable es que no quiera enseñarnos ninguna lección. Perplejo porque pese a la aparente sencillez de sus historias, al argumento enjuto, que pueden parecer huecas si son leídas con superficialidad, nos encontramos en realidad frente a minas de sentimientos. El final del cuento no nos dice nada concreto, no es un final impresionante como quizá habían sido los de Charles Dickens (“Cuento de Navidad”) sino un final banal, corriente, que sigue con el espíritu del texto sin añadir algo más sugerente. Sin embargo, no es el final el que importa, no hay moraleja ni conclusión. Lo interesante son las impresiones que Chéjov deja en nuestra alma con sus palabras.
Es curioso leer cualquiera de los diez cuentos que contiene este volumen, porque al hacerlo se dibuja ante uno un cuadro de la Rusia zarista de finales del XIX con tal lujo de detalles que es apasionante analizar cada uno de éstos. El relato mismo que da título al libro, “La Señora del Perrito”, cuenta la historia de una joven muchacha que es seducida por un hombre casado que se convierte en su amante. Es una historia triste por lo imposible y complicado de la relación, pero retrata con mucha claridad los deseos y frustraciones fruto de las convenciones sociales. Los diálogos entre los dos amantes son escuetos, pero con pocas palabras logra uno imaginar la llama que arde en sus corazones.
Pero si he de elegir un cuento, aunque me sería difícil decantarme por alguno, sería probablemente “La Esposa”, otra historia de infidelidades entre la clase media-alta rusa para analizar con detenimiento. Sorprende el modo en el que la esposa de un viejo doctor insiste en que no le dejará pedir el divorcio pues se niega a perder su posición social, aunque admite haberle engañado con un chico cuatro años más joven que ella. Y no sólo esto, sino que además le pide el pasaporte para poder ir a visitarlo a su lugar de residencia.
Chéjov, tal vez por su profesión (la medicina), conoció a individuos de todas las clases sociales y en sus cuentos no quiere limitarse a tratar a la burguesía o a la aristocracia, sino que sus personajes son granjeros, campesinos, amanuenses o incluso veterinarios y profesores. Y es que sus protagonistas no son héroes ni villanos, sino personas corrientes con vidas corrientes pero con una complicada psicología de la que Chéjov nos da pinceladas para que el resto lo adivinemos nosotros. Así, es fácil hacerse una idea de las enormes diferencias sociales existentes entre la población rusa (sociedad estamental), y de los convencionalismos, los prejuicios y la hipocresía propios de las clases más altas. Esta variedad de personajes se da también en los registros y las voces, que cambian de un cuento a otro con una facilidad y maestría fascinantes.
Los relatos de Chéjov muestran una situación de la vida cotidiana en la que lo más importante son los pequeños detalles, comentarios, gestos o miradas que transforman la historia en puras dosis de ejemplos de los grandes temas del ser humano, como el amor o la muerte – léase “Enemigos” en el caso de ésta última. Pero si hay algo que podría unificar todos sus textos, es la tristeza y el pesimismo con el que Chéjov parece apuntarnos con el dedo y señalar que, frente a los breves momentos de felicidad que nos brinda la vida, los de decepción y melancolía siempre serán mayores.
Sin lugar a dudas, este libro es una lectura obligada para cualquiera que sienta pasión por la literatura o, en su defecto, interés en conocer un país frío y curioso como es Rusia. Cada cuento de este volumen se podría ampliar y transformar en novela. Pero Chéjov prefirió que su genialidad se sirviera en pequeñas porciones, y desde luego hubiera sido muy difícil hacerlo mejor.


Gala Hernández López (2º Bach E. 2011)

domingo, 7 de noviembre de 2010

Las vírgenes suicidas


La primera novela de Jeffrey Eugenides es escalofriante. Con tan sólo 33 años, Eugenides publica en 1993 una historia oscura e inescrutable sobre una familia hundida en la ortodoxia del cristianismo y en el puritanismo más riguroso que provocan los sucesivos suicidios de las cinco hijas en menos de un año y medio. Comienza la pequeña Cecilia, de trece años, arrojándose por la ventana para ser atravesada por los hierros de la verja del jardín. Y la siguen sus cuatro hermanas mayores, hermosas adolescentes de cabellera rubia y ojos claros que quedan recluidas en su casa, privadas de cualquier contacto con el mundo exterior por orden de su alocada madre, quien les obliga a abandonar el instituto para protegerlas, sin saber que así las condena al sufrimiento y a un acto letal.
Resulta fascinante la forma en que el autor es capaz de crear una atmósfera extraña e inquietante, que aunque nos parece lógica en una novela cuyo tema es el suicidio de unas niñas, queda asombrosa y magistralmente bordada en este debut literario. ¿Qué puede empujar a una chica de trece años a abandonar este mundo? El tema de la novela nos sobrecoge por su intensidad y su trágico trasfondo, pues no sólo se cuenta desde el punto de vista de unos vecinos excitados en su curiosidad por lo enigmático de estas muertes, sino que en ningún momento nos desvela del todo el motivo de los suicidios. Precisamente aquí yace el enorme atractivo de la obra, lo indescifrable del deseo de morir en los más jóvenes - incluso extensible a cualquier persona sea cual sea su edad.
La historia se sitúa en un característico suburbio americano y comienza con el calor del verano, cuando, tras su primer intento de suicidio mientras tomaba un dulce baño, Cecilia consigue finalmente su meta, y así, horroriza, incluso más que a su propia familia, a los cautelosos y conservadores vecinos del barrio, que no son capaces de asimilar este incidente en su medido orden cotidiano. Los narradores son un grupo de niños del vecindario que, si ya desde antes estaban fascinados por la feminidad de estas silenciosas hermanas, a partir de este suceso comenzarán a obsesionarse por ellas, por conseguir observarlas, alcanzarlas, hablarles y, en sus más remotos sueños, tocarlas. Hay una sutil veneración a las chicas que se va acentuando conforme avanza la novela. Su deseo es tal que comienzan a espiar su casa y no hay uno que no tenga alguna anécdota que contar en relación con alguna de las hermanas mientras tanto. Incluso intentan comunicarse con ellas mediante señales de luces en la noche a través de sus ventanas o poniéndoles canciones al auricular en anónimas llamadas telefónicas. Llegan a organizar la huida de las chicas de su prisión doméstica. Son ellos, veinte años después, quienes, en sus aburridas vidas de cuarentones, nos relatarán aquellos hechos que animaron sus vidas durante una breve e intensa época, y que aún hoy no logran comprender. Acompañan esta narración con los datos de la investigación que han ido desarrollando a lo largo del tiempo (periódicos, testimonios, informes de la policía, objetos que guardan como reliquias, robados tras alguna fiesta en casa de las chicas…). Tratan así de dar sentido a lo que ocurrió en aquella casa, de desentrañar por qué unas jóvenes muchachas, que podrían haber sido felices, perdieron sin embargo toda esperanza e ilusión.
Eugenides ahonda en la profundidad de la naturaleza humana, transmitiéndonos todo tipo de sensaciones con un lenguaje melancólico y sutilmente divertido. Examina la etapa de la adolescencia como un enigma a resolver, en la que las hermanas son personas frágiles, casi adultas, pero aún niñas, con miedos y pasiones secretos, que no saben bien cómo relacionarse con el amor o con el sexo – una de ellas se rebela contra la opresiva madre y manifiesta una exagerada promiscuidad – y en la que todo se vive con una intensidad devastadora.


Gala Hernández López (2º Bachillerato E. 2010)