¿Cómo no sentirse seducido por la prosa de Marguerite Duras tras la lectura de esta obra? Parece imposible. En efecto, Marguerite nos brinda un homenaje a los sentidos, al deseo, a la frustración fruto de la incomprensión, como pocos autores han sido capaces. Aunque sí he de admitir que tardé algunas páginas en acostumbrarme al estilo personal y entrecortado de la autora, aprender a comprenderlo, a apreciarlo, finalmente resultó ser un libro original, íntimo y repleto de minúsculos detalles cotidianos sobre los que sólo ella nos puede contar en la autobiografía camuflada que es esta tremenda obra. El amante no es una novela de amor a pesar de la evidencia del título. El protagonismo de los dos amantes en la obra es sólo aparente. El verdadero protagonismo reside en ella, en la propia autora, y en su visión del mundo, de su pasado, de sus recuerdos, de la historia de su vida. Considero especialmente importante su relación con la madre y la terrible figura del hermano mayor, acechante, un depredador nocturno que atormenta a sus hermanos con su violencia y su autoridad, como queriendo sustituir a un padre ausente desde hace años. En mi opinión, la autora prefiere centrarse mucho más en su familia que en su amante, pues aunque éste le sirve como instrumento para su emancipación y la constitución de una identidad separada de la de su familia, la extensión de los recuerdos que tienen relación con su familia es bastante mayor que la de los recuerdos del amante.
Formalmente, Duras supera todos los límites. Olvida la tradición novelística para crear una nueva manera de pensar la obra literaria, no como una realidad inventada en la que unos personajes se desenvuelven, sienten y actúan, sino como un constante flujo de pensamiento e ideas que deja que su pluma plasme en el papel, natural y espontáneamente, sin barreras, sin control. Inevitablemente, el resultado son reducidos párrafos de una intensidad devastadora que, aunque están desconectados unos de otros, todos comparten una misma sinceridad, una misma crudeza. Son como fragmentos de un hilo vital que, reunidos, recomponen esa vida. El estilo de Marguerite es torrencial, no nos oculta nada, incluso nos desvela emociones propias de nuestro instinto más animal, como el deseo que tiene en ocasiones de matar a su hermano o como cuando admite haber sentido odio hacia su madre, que en ocasiones le parece una extraña de la que no sabe nada en realidad.
Esta obra nació de la observación de unas viejas fotografías gracias a las que Duras se vio de nuevo en Indochina, volvió a sentir la atmósfera húmeda y opresora de la colonia en la que nació y creció, para luego hacérnosla sentir a nosotros, lectores ajenos a ese mundo que tratamos de erigir en nuestras mentes. Mediante esas instantáneas, Duras volvió a ser la joven de quince años que deambulaba solitaria por un mundo desagradable lleno de contrariedades: una familia resquebrajándose, un racismo implícito en cada relación con los indígenas, la pobreza que los engullía, una madre que rozaba la locura, un hermano que abusaba de ella, un pensionado en el que sólo tenía a una amiga, el deseo de emancipación frustrado, el despertar sexual temprano pero ya latente desde tiempo atrás, en definitiva, una infancia extraña y desgraciada en una Indochina a punto de entrar en guerra. Y todas estas circunstancias invaden a la autora de nuevo, cuando ya es una reputada escritora instalada en París, cuando ya es una anciana que ha experimentado, ha madurado, crecido, vivido sin más, y siente la necesidad de escribirlas para sanear su memoria, para comprenderse a sí misma, para acabar con los fantasmas del pasado y, por qué no, para hacer justicia a la memoria de aquel hombre al que amó sin jamás desvelárselo directamente y al que se vio obligada a abandonar.
Es una novela que sorprende por su sensibilidad, por la tremenda capacidad de la autora para expresar con las palabras justas sensaciones difícilmente transmisibles. Mientras que leemos, cada breve apartado es una emoción distinta que queda en nosotros para mezclarse con la siguiente, y ésta con la siguiente, y así sucesivamente hasta acabar destrozados, exhaustos, pero ávidos de más, siempre más. Al acabar, parece como si nosotros mismos hubiéramos sido los amantes, hubiéramos vivido esa intensa historia de amor y sexo, hubiéramos odiado a la madre y al hermano mayor, hubiéramos deseado tocar con dulzura a Hélène Lagonelle.
Aprecié mucho también la forma en la que Duras consigue hacer que nos imaginemos a la perfección la atmósfera, los paisajes y las gentes de la Indochina francesa. En apenas tres o cuatro líneas describe la habitación del amante, las calles ajetreadas del barrio chino de la ciudad, los paisajes tropicales de la colonia, su casa, el puerto, los barcos, los habitantes indígenas, los colonos blancos. En seguida uno es capaz de recrear todo un espacio e incluso capaz de sentirlo, olerlo, escucharlo.
En cuanto a la historia de amor con el amante, núcleo de la línea argumental de la novela, es una historia difícil que habría que analizar minuciosamente. La protagonista, ya antes de conocer al joven chino, es consciente de su atractivo y desea poder ejercerlo sobre algún hombre. Cuando lo encuentra, lo acepta como opción, pero realmente el chino no le llama la atención, no se fija en él especialmente. Es uno más, una de las posibles vías de escape, uno de los posibles medios para la emancipación. Y funciona a la perfección, a pesar de ser de otra raza, de otra clase social, de otra edad, funciona, y la niña se hace mujer, aprende, descubre, investiga, indaga en lo más profundo del amor. Las escenas sexuales descritas por Duras con una delicadeza extrema, a base de metáforas y lenguaje figurado, nos arrastran hacia los dominios del placer, del deseo, de la liberación. La niña conoce su cuerpo y a la vez el cuerpo del amante, lo admira, se deja llevar y guiar por él en el camino de la vida adulta que está iniciando. El erotismo deliberado de la autora destaca por ser un homenaje a los sentidos, a la búsqueda poderosa y eterna de placer, de compenetración, de unión de ambos cuerpos.
Las imágenes son delicadas, armoniosas, representan la pureza del ser en toda su gloria. Poco a poco, sin quererlo, la niña se va primero encaprichando del amante, luego enamorando y finalmente, de camino a Francia, descubre que lo ama, que lo echará de menos, que está destrozada por su partida. Es su primer amor, al igual que para él, y la marcará de por vida. Para él será el primer y el último amor, pues incluso años más tarde sigue prometiéndole amor eterno. La expresión de Duras es coloquial, sencilla, al alcance de todos, y sin embargo tiene una fuerza avasalladora que rompe con todo a su paso como un mar desbocado. Es una prosa transparente, sincera, sin tapujos ni tabúes. La autora nos enseña a amar a su manera, a comprender el mundo a su manera, a odiar si es necesario, también a su peculiar manera. Toda la novela está impregnada de una estética, de un estilo, de una originalidad aplastante que no deja ninguna duda: Duras ha superado sus miedos, su pasado, sus penurias, para regalarnos esta diminuta joya de la literatura universal.
Formalmente, Duras supera todos los límites. Olvida la tradición novelística para crear una nueva manera de pensar la obra literaria, no como una realidad inventada en la que unos personajes se desenvuelven, sienten y actúan, sino como un constante flujo de pensamiento e ideas que deja que su pluma plasme en el papel, natural y espontáneamente, sin barreras, sin control. Inevitablemente, el resultado son reducidos párrafos de una intensidad devastadora que, aunque están desconectados unos de otros, todos comparten una misma sinceridad, una misma crudeza. Son como fragmentos de un hilo vital que, reunidos, recomponen esa vida. El estilo de Marguerite es torrencial, no nos oculta nada, incluso nos desvela emociones propias de nuestro instinto más animal, como el deseo que tiene en ocasiones de matar a su hermano o como cuando admite haber sentido odio hacia su madre, que en ocasiones le parece una extraña de la que no sabe nada en realidad.
Esta obra nació de la observación de unas viejas fotografías gracias a las que Duras se vio de nuevo en Indochina, volvió a sentir la atmósfera húmeda y opresora de la colonia en la que nació y creció, para luego hacérnosla sentir a nosotros, lectores ajenos a ese mundo que tratamos de erigir en nuestras mentes. Mediante esas instantáneas, Duras volvió a ser la joven de quince años que deambulaba solitaria por un mundo desagradable lleno de contrariedades: una familia resquebrajándose, un racismo implícito en cada relación con los indígenas, la pobreza que los engullía, una madre que rozaba la locura, un hermano que abusaba de ella, un pensionado en el que sólo tenía a una amiga, el deseo de emancipación frustrado, el despertar sexual temprano pero ya latente desde tiempo atrás, en definitiva, una infancia extraña y desgraciada en una Indochina a punto de entrar en guerra. Y todas estas circunstancias invaden a la autora de nuevo, cuando ya es una reputada escritora instalada en París, cuando ya es una anciana que ha experimentado, ha madurado, crecido, vivido sin más, y siente la necesidad de escribirlas para sanear su memoria, para comprenderse a sí misma, para acabar con los fantasmas del pasado y, por qué no, para hacer justicia a la memoria de aquel hombre al que amó sin jamás desvelárselo directamente y al que se vio obligada a abandonar.
Es una novela que sorprende por su sensibilidad, por la tremenda capacidad de la autora para expresar con las palabras justas sensaciones difícilmente transmisibles. Mientras que leemos, cada breve apartado es una emoción distinta que queda en nosotros para mezclarse con la siguiente, y ésta con la siguiente, y así sucesivamente hasta acabar destrozados, exhaustos, pero ávidos de más, siempre más. Al acabar, parece como si nosotros mismos hubiéramos sido los amantes, hubiéramos vivido esa intensa historia de amor y sexo, hubiéramos odiado a la madre y al hermano mayor, hubiéramos deseado tocar con dulzura a Hélène Lagonelle.
Aprecié mucho también la forma en la que Duras consigue hacer que nos imaginemos a la perfección la atmósfera, los paisajes y las gentes de la Indochina francesa. En apenas tres o cuatro líneas describe la habitación del amante, las calles ajetreadas del barrio chino de la ciudad, los paisajes tropicales de la colonia, su casa, el puerto, los barcos, los habitantes indígenas, los colonos blancos. En seguida uno es capaz de recrear todo un espacio e incluso capaz de sentirlo, olerlo, escucharlo.
En cuanto a la historia de amor con el amante, núcleo de la línea argumental de la novela, es una historia difícil que habría que analizar minuciosamente. La protagonista, ya antes de conocer al joven chino, es consciente de su atractivo y desea poder ejercerlo sobre algún hombre. Cuando lo encuentra, lo acepta como opción, pero realmente el chino no le llama la atención, no se fija en él especialmente. Es uno más, una de las posibles vías de escape, uno de los posibles medios para la emancipación. Y funciona a la perfección, a pesar de ser de otra raza, de otra clase social, de otra edad, funciona, y la niña se hace mujer, aprende, descubre, investiga, indaga en lo más profundo del amor. Las escenas sexuales descritas por Duras con una delicadeza extrema, a base de metáforas y lenguaje figurado, nos arrastran hacia los dominios del placer, del deseo, de la liberación. La niña conoce su cuerpo y a la vez el cuerpo del amante, lo admira, se deja llevar y guiar por él en el camino de la vida adulta que está iniciando. El erotismo deliberado de la autora destaca por ser un homenaje a los sentidos, a la búsqueda poderosa y eterna de placer, de compenetración, de unión de ambos cuerpos.
Las imágenes son delicadas, armoniosas, representan la pureza del ser en toda su gloria. Poco a poco, sin quererlo, la niña se va primero encaprichando del amante, luego enamorando y finalmente, de camino a Francia, descubre que lo ama, que lo echará de menos, que está destrozada por su partida. Es su primer amor, al igual que para él, y la marcará de por vida. Para él será el primer y el último amor, pues incluso años más tarde sigue prometiéndole amor eterno. La expresión de Duras es coloquial, sencilla, al alcance de todos, y sin embargo tiene una fuerza avasalladora que rompe con todo a su paso como un mar desbocado. Es una prosa transparente, sincera, sin tapujos ni tabúes. La autora nos enseña a amar a su manera, a comprender el mundo a su manera, a odiar si es necesario, también a su peculiar manera. Toda la novela está impregnada de una estética, de un estilo, de una originalidad aplastante que no deja ninguna duda: Duras ha superado sus miedos, su pasado, sus penurias, para regalarnos esta diminuta joya de la literatura universal.
Gala Hernández López (2º Bach E. 2011)
Leyendo este resumen, que por cierto me ha encantado, me encontré con otro libro que quiero leer. Me encanta este blog, es todo un acierto.
ResponderEliminarBegoña