Cuando comencé a leer la novela de Jane Austen, partía ya precisamente con ciertos prejuicios respecto a la obra: conocía vagamente su argumento, la época en la que fue creada y los temas que parecían dominar entre sus páginas. Por suerte, no había visto la película con lo que al adentrarme en el libro yo misma interpreté a mi voluntad cada personaje y expresión. Desde luego, las ideas que de él tenía con anterioridad no eran equivocadas, pero desconocía que la prosa de una mujer que vivió hace doscientos años pudiera parecer tan sumamente actual. Si bien es cierto que los temas que en ella se tratan, es decir, la búsqueda ansiosa de las mujeres de un marido de “bien” gracias al cual asegurarse una vida futura acomodada - poco importa su belleza física o sus rasgos de carácter - la hipocresía, las apariencias, los protocolos de la época… todos esos que nos parecen tan lejanos y anticuados puedan resultar por momentos faltos de interés, las habilidades de Austen como novelista hacen que la lectura sea amena y agradable, por momentos divertida pero siempre enriquecedora. He de admitir que al principio tardé en hacerme con los personajes, en conocernos, en apreciarlos, precisamente porque Austen se place deteniéndose y presentándonoslos poco a poco. Pero capítulo tras capítulo vamos conociendo a la ingeniosa Lizzy, a la encantadora Jane y al altivo Darcy, entre otros, y serán personajes que nos cautivarán con sus defectos y sus dificultades para ser sinceros con el mundo y consigo mismos y para abrirse paso en un entorno poco espontáneo y natural. La novela que asombrosamente Austen escribió recién cumplidos los veinte años es una novela que nos empapa de las costumbres de la sociedad inglesa rural de finales del XVIII y nos deja en nuestro interior un retrato de personalidades para todos los gustos. Incluye por supuesto personajes de los que sólo cabe mofarse, como la frívola madre de las hermanas Bennet o su hueco primo, el señor Collins, personajes entrañables como Jane, que por momentos roza la estupidez en su infinita ingenuidad, personajes a los que tomaremos manía, como la alocada e irresponsable Lydia o la pedante y muy repelente Lady Catherine de Bourgh, anclada de lleno en el centro de los estrictos principios morales que regían la sociedad de su época. Este personaje, junto al de Darcy y las hermanas de Bingley, permiten introducir en la novela cuestiones más serias, como las diferencias sociales y la distancia que había incluso entre gentes que se podían considerar todas iguales, “damas y caballeros”, de la misma clase social. Sin embargo, Darcy demuestra que era posible cruzar las barreras económicas y aristocráticas si de amor se trataba – siempre y cuando éstas no fueran muy importantes. Cuando, en su primera declaración a Lizzy, le muestra los inconvenientes que ese valiente acto le había ocasionado por culpa de los malos modales y la falta de distinción de su familia, Lizzy no soporta ni oír hablar de esto y le rechaza con ardor, sin duda porque ella misma sabe que es cierto y en algún modo se avergüenza de su propia familia que tan a menudo roza la vulgaridad. Jane Austen consigue pintar con notable sencillez un ambiente rural y clasista cuya mayor preocupación eran las apariencias. Me pregunto hasta qué punto estas apariencias dificultaban por aquel entonces las relaciones humanas. Es decir, cada movimiento, cada frase pronunciada, cada paso en falso estaba tan protocolizado, tan preestablecido, y era tan universalmente conocido por todos qué se podía y qué no se podía hacer, que sin duda sería complicado para cualquiera adivinar cuales eran realmente las intenciones que había detrás de toda aquella tapadera asfixiante. Y es que toda la novela no relata sino un hecho que aparentemente es muy simple: el florecimiento de un amor, el enamoramiento de dos jóvenes inquietos y despiertos. Pero este paso que han de dar juntos se demora tantísimo por culpa del orgullo de clase de uno y de la falta de valor y de sinceridad de la otra. También hay que considerar que probablemente les fuera difícil conocer los verdaderos sentimientos del otro y tuvieran que desmenuzar cada comentario intentando interpretar el significado oculto detrás. A esto me refiero cuando digo que las convenciones y los valores de la época fueran obstáculos al libre despertar de un amor natural y correspondido. Hay una historia en concreto que me ha interesado por su dureza, y es la de la vecina y amiga íntima de Elizabeth, Charlotte Lucas. Por su dureza y por su realidad, puesto que seguramente su caso sería el de muchas otras jóvenes de Inglaterra en el XVIII. Charlotte se casa con un párroco estúpido y jactancioso, poco atractivo en cualquiera de sus aspectos, por temor a encontrarse soltera y viviendo en casa de sus padres cuando alcanzara la madurez. A sus 27 años, edad que actualmente nos parece incluso demasiado temprano para contraer matrimonio, Charlotte opina que se le hace tarde y que sus oportunidades de encontrar un buen marido son cada vez menores. Por eso sacrifica su felicidad y sus intereses personales con tal de escapar de su hogar, independizarse y hacerse una mujer como la que todos esperaban que fuera. Este sometimiento a las expectativas que la alta sociedad imponía a cada mujer es tan cruel y triste que incluso Charlotte le pide piedad y comprensión a su amiga Lizzy cuando le anuncia que está prometida con su primo. Lizzy comprende que no todas las mujeres tenían margen de elección y se compadece de su amiga, sin dote y poco agraciada físicamente, que tiene que conformarse con un hombre que no satisfará sus deseos en ningún caso, aunque le de acceso a una propiedad de considerables dimensiones. Esta no es la posición de Jane y Elizabeth Bennet, quienes por su despampanante atractivo, su juventud, su inteligencia, distinción y su modesta dote, podían permitirse el lujo de rechazar pretendientes. La obsesión de su madre por conseguir casarlas a ellas y a sus hermanas será un obstáculo que vencer antes de poder negarse a unir sus vidas a ciertos hombres, pero lo harán, sobre todo Elizabeth, quien no considera a ningún hombre lo suficientemente bueno para ella. Jane, más enamoradiza y menos exigente, caerá rendida a los pies del encantador Bingley, y a pesar de su inteligencia y su elegancia, no cuestionará jamás lo que se espera de ella como una buena esposa e hija. La crítica de Austen no va sin embargo demasiado lejos, pues aunque Lizzy sea rebelde y tenga inquietudes más profundas que las de su familia, al final acaba igualmente casada con un hombre rico – el más rico de los tres yernos, además – y adoptando el modo de vida que toda mujer respetable y decente debía llevar. “Orgullo y prejuicio” es una novela de unos personajes tremendamente bien perfilados, con pocos trazos pero muy distintos unos de otros, que tienen intereses, miedos y esperanzas también distintos. Austen emplea un léxico rico pero no embarullado, un lenguaje sencillo pero poético, irónico y cómico que nos hace sonreír en algunos instantes (por ejemplo, cuando el señor Bennet bromea con que está dispuesto a recibir pretendientes para sus hijas restantes) y emocionarnos en otros (ambas declaraciones de amor de Darcy, conversaciones entre Jane y Lizzy, la fuga de Lydia…). Una de las escenas que más me enganchó fue la de la visita de Lady Catherine para amenazar a Lizzy y obligarla a admitir que rechazaría cualquier pedida de mano proveniente de Darcy. Las respuestas e intervenciones de la joven Bennet son tan lúcidas, ingeniosas y tajantes aún cuando se encuentra frente a una mujer que le supera en edad, en posición social, en fortuna y a la que por lo tanto le debe respeto y sumisión, que fue todo un deleite para mí, pues el odio que había acumulado hacia el personaje de Lady Catherine fue todo de golpe desahogado. Otro elemento de la obra que me llamó bastante la atención fue la ociosidad de los personajes, y en general, de las clases altas de Inglaterra en aquella época. Viven unas vidas banales, dedicadas a visitar a tal o cual vecino y a asistir a bailes y cenas para el simple entretenimiento. Me parecieron vidas vacías, sin ningún sentido, sin ningún objetivo que perseguir, ni siquiera el de mejorar en la vida laboral, de la que carecen. Esto también demuestra que si por un lado de la moneda la sociedad vivía sin preocupaciones de ningún tipo, por otro lado probablemente la miseria y la enfermedad de las clases bajas fueran enormes para compensar esos lujos. El final de la obra, tras tantos altibajos, preocupaciones y contrariedades, es un final feliz que satisface al lector que tanto ha deseado la felicidad de la inconformista heroína. Y es que después de trescientas páginas compartiendo su transformación, su pérdida de prejuicios y el desmantelamiento de sus primeras impresiones, su enamoramiento y su frustración, yo por lo menos sólo deseaba que Darcy se atreviera por fin a declararse y que ambos protagonistas alcanzaran su tan anhelada unión.